viernes, 23 de octubre de 2009

EL FUTBOL DE BARRIO


Ante la escasez de imaginación y la carencia de acontecimientos relevantes que comentar, me veo obligado a abordar un tema de carácter personal, pero del que seguro muchos se sentirán identificados: el futbol de barrio.

Siendo el menor de tres hijos y el único hombre de la descendencia de mi padre, él, henchido de la alegría que anegaba su pecho ante el nacimiento del varoncito, siempre apoyó la idea de que yo practicara el deporte del cual es fanático.

Nunca me escatimó permiso alguno para la práctica de esta disciplina -en realidad de ninguna actividad deportiva-, es más, desde muy pequeño me llevaba al estadio para ir a alentar al equipo de sus amores, el que tiene más campeonatos en su haber y en el cual han hecho gala de su técnica y garra los mejores futbolistas de antaño y de la actualidad.

Desde muy pequeño, el fútbol ocupó gran parte de mi vida diaria, aunado al gusto de mi padre por el deporte rey, estaba el hecho de que mi tío materno haya sido ex arquero del Centro Iqueño y, además, árbitro FIFA. De tal manera que no había forma alguna de encontrarme desligado de la pasión de multitudes.

Cuando tendría alrededor de 5 o 6 años, hice mis primeros amigos por la zona donde vivía, aunque en realidad ya tenía uno, pero lamentablemente a éste aún no lo dejaban salir a la calle, lo que con el tiempo se dio y lo llevó a adueñarse del arco, del cual -hasta la fecha- no lo destrona nadie. Ese es mi pata José, aunque casi todos por la casa le decimos Jose o..., ahí no más. Además de ser un buen arquero, era quien se encargaba de hacer mis tareas de matemáticas y física, materias que en el colegio no eran precisamanete mis predilectas.

Como les decía, en mi primer lustro de vida, hice mis pininos en tema de trabar amistades, es así que mientras jugaba con mi Leono en la puerta de mi casa, escuché una voz que me decía si podíamos jugar a los Thundercats. Yo, resolví que sí y fue entonces como logré mi primer amigo de barrio -con el que por cierto soy muy ingrato hasta la fecha, pero que pese a ello considero como un hermano-. Me dijo su nombre, pero como implicaba la pronunciación de una "erre" y yo sufría de "frenillo", lo llamaba Chembi. A parte de ser mi mejor amigo de la zona en la que domiciliaba, es quien me enseñó a subirme a micros y caminar por las calles de barrios distintos al mío.

Desde luego, y como en todo barrio, siempre hay un abusivo. Un pata que siempre quiere hacer sentir su "superioridad", pero que en el fondo, es uno de los amigos al que más se le aprecia, pese a las chanzas del que uno es víctima, de las constantes patadas con sus toperoles directos a la canilla, de los gritos, etcétera. Mayor que nosotros por tres años, responde al nombre de César, aunque el se hace llamar "El zurdo", "Tu Padre" y demás apelativos que denotan su mega ego. Sin embargo, a este "oscuro personaje" le debo mi afición a la salsa y el disputar cada balón con rudeza. Gracias a él se que "o pasa el balón o pasa el jugador pero jamás ambos".

Así podría pasar revista a mis otros amigos del barrio, pero por cuestiones de extensión -mas no de menor o mayor grado de amistad- tengo que obviar para así poder abordar el meollo del asunto, el motivo por el cual yo considero que el futbol de barrio es inigualable e incomparable frente al que se puede practicar en el colegio o en el trabajo, por mecionar algunos ejemplos.

En la zona en donde yo vivía, convivíamos todos los estratos sociales: gente de muchos recursos ecónomicos, de medianos recursos y de poco poder adquisitivo; empero, había una regla de oro: "TODOS ERAMOS IGUALES". De ahí que cuando jugaramos contra otros barrios -a los que modestía aparte casi siempre le ganábamos a todos- cada uno de nosotros tenía una sola consigna que era dejar bien en alto el nombre de "Santa Carmela", hoy "Daniel Hernández" (por el absurdo antojo del alcalde del distrito), pero para todos más conocido como "Comuco II", nuestro bien amado y defendido barrio.

Recuerdo todas y cada una de las "pichangas" que jugábamos en todo tipo de terreno: pista, parque, tierra y bajo cualquier condición atmosférica, ya sea bajo un asfixiante calor, una copiosa lluvia, o un día lóbrego, de esos que normalmente deprimen a cualquier otro mortal. Sin embargo, para nosotros, impetuosos muchachos nunca había ocasión para dejar de patear un balón, así no fuera de fútbol, improvisábamos con los de baloncesto y voleybol y en seguida empezába la batalla en el campo de juego.

Cada uno tenía una característica especial en su juego. Nuestro arquero, Jose, era avesadísimo, no le importaba si la superficie estuviera colmada de piedras, vidrios, clavos oxidados, él igual se lanzaba -o se arrastraba- en pos del esférico. Chembi, era el de la pausa, el de toque fino, siempre guardando la calma. César, ¡ya se imaginaran!, era el que desmoralizaba al rival pateando los famosos "cañonazos", el que iba a chocar con el rival, el que daba precisos pases al vacío para aprovechar la velocidad de los delanteros. Recuerdo que siempre nos decía: "Si el otro equipo tiene un buen arquero, nuestra misión es inutilizarlo, pero no cometiéndole faltas, sino anulándolo psicologicamente, ¡métele un "puntazo" a la cara y vas a ver que después no va a querer tapar ningún tiro". Desde luego, nosotros muy obedientes cumplíamos sin chistar el "consejo" y, cuando lo poníamos en práctica, él nos contestaba con su lacónico: "¡Ya ves, ya ves!

Así fueron pasando los años, y nuestro equipo desarrolló su propia conciencia futbolística, pues, si se habla de una conciencia de clase -esa categoría marxista tan importante y olvidada por la mayoría de los trabajadores actuales-, ésta, tranquilamente puede extrapolarse al fútbol, más aún al de mi entrañable barrio de Santa Carmela, mi "Comuco II". Nosotros eramos conscientes de que o ganábamos todos o perdíamos todos. Acá, estaba vetada la ambición personal y el protagonismo de un sólo jugador. Nadie se lucía así hubiera una chica mirándonos, y que a alguno de nosotros le interesara. Nosotros vencíamos en cada juego al peor enemigo del hombre y de su desarrollo: el egoísmo, la pura ambición personal.

Desde luego, como no existe paraíso alguno, teníamos discusiones dentro del campo de juego, pero tratábamos siempre de solucionarlas por el bien del equipo y también para evitar que hacer escándalos que importunaran la tranquilidad de los vecinos, entre los cuales se encontraban los que nos botaban de la pista, los que acuchillaban nuestros balones y los que llamaban a los serenos, a quienes, desde luego, nunca le prestábamos oídos. En la lucha por practicar nuestro deporte, siempre fuimos invencibles. Es más, en una oportunidad una camioneta de Serenazgo nos compelió a subirnos en la tolva y nos llevó a una zona roja denominada: "Los Intocables".

Uno de los miembros nos dijo: "Ahora pues, pónganse bravos acá". Grande fue la sorpresa de ese sujeto cuando le brindamos las gracias por el aventón, porque ahí se encontraban "los malandros" -como ellos los denominaban- que eran nuestros amigos y rivales de anteriores juegos de fútbol. ¡Les salió el tiro por la culata! ¡Ayyyyyy!

Sin embargo, y como dice la canción del ídolo de mi amigo César - mi mentor en cuanto a música salsa se refiere-, Hector Lavoe, "todo tiene su final, nada dura para siempre...". La mayoría de mis amigos se mudaron y con ello vino la división del grupo. Con pocos integrantes ya las pichangas se hicieron menos frecuentes, las escasísimas oportunidades en las que nos podíamos volver a juntarnos para jugar, siempre se veían frustradas porque uno tenía que trabajar, otro tenía que cuidar a sus hijos o simple y llanamente porque caíamos presa de la desidia, de la ingratitud.

Ahora, sigo practicando el fútbol, pero la verdad es que mi pasíon por este deporte murió cuando mi barrio se desintegró. Jugarlo con otras personas, amigos de mi colegio por ejemplo, me entusiasma sobremanera, pero cuando algo muere ya no lo resucita nadie y mucho más para quienes no creemos en "otras vidas", "vidas eternas" o "milagros". El momento de solaz al patear un balón ya no suscita en mi la alegría de vivir el futbol, de hacerlo parte de mi ser. Hay quienes dicen que es porque ya me pesan el paso de los años, otros que me gano la afición por la lectura. En verdad, cada quien puede darme la razón que le plazca para mi desinterés por mi ex pasión; pero, la única y auténtica razón es que cuando se desintegró mi barrio, perdimos nuestra única y batalla final. No nos vencierón los barrios rivales, sino las circunstancias del destino: la falta de agua y luz en las viviendas de algunos de mis amigos que se vieron forzados a mudarse. Nos venció el legítimo derecho de muchos de ellos querer brindarle mejores condiciones de vida a su familia. Nos derrotaron sí, pero nos queda el placer de saber que en las pichangas de barrio siempre fuimos ganadores, aún cuando de repente otros equipos anotaran más goles que nosotros, porque jamás nos superaron en el impetú por defender el honor del barrio y, por sobre todo, en disfrutar la dicha de jugar en equipo y de no perder jamás nuestra identidad al jugar este hermoso deporte.

1 comentario:

  1. Excelente!!!Será cierta la letra de la canción del gran Héctor Lavoe de que "nada dura para siempre" pero si de algo tiene que estar orgulloso en su vida es que ¡nadie le quita lo bailado!y los gratos momentos que paso perdurarán a lo largo del tiempo.FELICIDADES!!!

    ROMEL'S

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