miércoles, 7 de octubre de 2009

LA ENSEÑANZA DE LA JUSTICIA EN LA CARRERA DE DERECHO


Mucho se ha dicho, se dice y se dirá acerca de que el Derecho tiene como finalidad alcanzar la justicia, para así poder mantener la paz en una sociedad; sin embargo, como estudiante de esta disciplina y, principalmente, como litigante, puedo realizar el mentís a esta delirante creencia.

Como se imaginarán, abordar este tema requiere de un vasto desarrollo de cada uno de los términos a los que alude el título del presente artículo –el cual, desde luego, no realizaremos-, habida cuenta de que el primero es un concepto filosófico, el cual a la fecha sigue siendo responsable de que muchos hombres se devanen los sesos elaborando amplios tratados. En cuanto al segundo, todos los libros referidos a la carrera de leyes, escritos por los “grandes copistas” que tiene nuestro amado país, nos colman de mil y un definiciones de dicho término, haciendo ostentación de la abundante bibliografía con que cuentan en su haber.

Si hay algo que recuerdo de mis lejanas primeras clases de derecho, son las palabras que un profesor espetó: “Muchachos, muchachas, ustedes son los futuros líderes del país… ustedes están cursando la más bella carrera profesional, la que regula el poder que detenta los hombres…Recuerden que nada escapa las esferas del Derecho, ya que éste nos acompaña desde que somos concebidos hasta después de fenecidos”.

Este discurso de bienvenida, además de rimbombante me pareció bastante demagógico. Señalarnos como futuros líderes del país por el sólo hecho de seguir esta carrera me produjo arcadas. Resultaba deplorable escuchar que por el solo hecho de ser abogado uno podría convertirse en un líder social que tuviera en sus manos los derroteros de nuestra patria, como si el liderazgo se midiera no por las actitudes y valores de los seres humanos, sino por haber sido receptáculo de clases impartidas por los reyes de las peroratas, en las que se nos decía que la ley es sinónimo de justicia.

Es entonces que, en aras de hacer despertar de ese sueño letárgico –al que se refiere Kant cuando lee la obra de David Hume- a quienes inician la carrera de derecho (o pretenden estudiarla), nos hemos propuesto pasar revista a los hechos que se viven en la realidad jurídica del país y así verificar que tan cierto es el discurso proferido por el docente de la universidad en la que estudié.

Por ejemplo, en nuestra Carta Magna, la Ley de leyes, en el artículo 22º se señala que el trabajo es un derecho y un deber (…). Lo de deber me queda claro, pero, en el sentido que toda persona que desee sobrevivir tiene que proveerse de los medios necesarios para su manutención y la de su familia, según sea el caso; sin embargo, en lo referido al trabajo como un derecho, me parece que no sólo es una irrisión plasmar eso en papel si se incumple en forma palmaria, como la gran mayoría del articulado de esa hojarasca llamada Constitución, que de verdad es pura letra muerta. Basta con salir a las calles para poder constatar el alto índice de desempleo que aqueja a la gran mayoría de peruanos, para desvirtuar lo afirmado, pese a que se bombardea con propagandas que dicen que se han creado miles de puestos de empleos –sin ningún tipo de beneficios laborales y con condiciones de trabajo deplorables- y que … ¡El Perú avanza! Avanza, sí, pero hacia el caos social, prueba de ello es la anomia que se ve reflejada en la indignación de miles de compatriotas que alzan su voz de protesta en cuantas manifestaciones se realizan en contra del gobierno.

Otro tema, en el mismo ámbito del Derecho Constitucional, es el que aborda el artículo 62º de ese mismo documento, referido a los sacro-santos contratos ley, que no son otra cosa que la garantía de impunidad para las grandes corporaciones que cometen miles de latrocinios, explotan y expolian nuestros recursos y a la mano de obra barata que encarnan los trabajadores, pero que, sin embargo, su aliado y cómplice, el gobierno, se encarga de resguardar el “cumplimiento” irrestricto de este beneficio, con el cobarde argumento de que, si se actúa de otra manera –manera justa, diríamos nosotros- los “grandes inversionistas” se retirarían, produciéndose de esta manera una estampida de capitales y, con ello devendría una apocalíptica crisis económica, ya que se le cambiaron las “reglas del juego” a las empresas, vulnerando el tan mentado concepto de la “seguridad jurídica”.

Es por ello que el guachimán de las corporaciones (el gobierno) busca que tener tanta injerencia en los otros poderes del Estado: El Legislativo, sí ese zoológico –con perdón de los animales que, de lejos están premunidos de una mayor inteligencia que muchos de los especimenes que ocupan una curul en el hemiciclo- que se encarga de la “creación” de las leyes, cuando en realidad, la gran mayoría sus integrantes terminan siendo los principales violadores de las normas, que nos lo digan sino los Menchola, los Ruiz (alias Mataperros), las Gonzáles (alias Robaluz), los Torres Ccalla (alias Violín), etc. El Judicial, que es el encargado de hacer cumplir las leyes por parte de toda persona y que, lamentablemente es en el que está más enquistada la corrupción (prueba de ello es la existencia de tantos operadores de la justicia, que cometen injusticias –delitos- a cambio de canonjías que van desde cuantiosas sumas de dinero, bienes inmuebles, muebles, favores sexuales, hasta un saco con chifles, sí señores, chifles, a ese extremo se ha llegado de negociar la “justicia” por unas cuantas bolsas de los deliciosos bocaditos producidos con el rico y nutritivo banano).

Así, podríamos recorrer cada una de las ramas de la disciplina que se ha dado en llamar Derecho, y encontraríamos ejemplos por doquier de las leyes injustas que existen, que se pretenden crear y que, desde luego se crearán, porque si hay algo que es innegable es que el derecho y la justicia, no necesariamente van de la mano, es más, la realidad demuestra tajantemente, que la mayoría de las veces el primero es enemigo acérrimo de la segunda, y ello se debe a que éste no sólo es creado por gente incompetente, sin el menor resabio de decencia, sino también a que es resguardado para su cumplimiento por individuos inescrupulosos que sólo buscan hacer una carrera para obtener poder y dinero a costa de los sufridos justiciables.

Y es que si me di cuenta de algo a lo largo de mi estancia en una facultad de derecho, es que como bien lo sostiene el filósofo argentino Mario Bunge, el derecho como herramienta –si como herramienta, porque no es una ciencia, aunque les pese a tantos huachafos que se hacen llamar juristas o científicos del derecho- de control social es obsoleta con lo cual no se cumple el rol al que aludimos al comienzo del artículo, que es la tan mentada paz social en justicia. La cual es inalcanzable si tomamos en cuenta que las normas que se elaboran no se hacen respetando el principio jurídico que reza que éstas deben dictarse sobre la base de la naturaleza de las cosas y no en razón de las personas, sino sobre la base de quien otorga mayores sobornos o beneficios tributarios, por ejemplo.

De ahí que debamos reparar en que el derecho tiene un sello de clase –algo que siempre me menciona mi padre, quien también es abogado, y quien me inspiró a seguir esta profesión-. Es por ello que siempre que me preguntaron en clases, sobre qué creía yo que era el derecho dijera que es un instrumento de opresión de quienes detentan el poder en una sociedad, con la finalidad de anquilosarse en las más altas esferas del mismo y, de esta manera, puedan mantener sus deleznables privilegios por encima de la gran mayoría de la sociedad desfavorecida y desatendida por el gobierno.

Y es que, si me convencí de algo es que la justicia y el derecho son incompatibles, al menos la impartida siguiendo el parámetro de un sistema opresor, en el que conceptos como equidad, igualdad, moral, ética, entre otros, no tienen cabida alguna. Es por ello que comulgo con aquella frase del Filántropo de Tréveris, Kart Marx, que señala: “Un derecho para ser igual, en verdad tiene que ser desigual, en esencia, no ser derecho”[1].

Desde que internalicé esa frase y comencé a conocer desde dentro al monstruo, me llevé una gran decepción, la carrera que había elegido era un obstáculo para hacer justicia, una incompatibilidad irreconciliable para hacerle frente a las iniquidades que se ven a diario. Fui víctima de lo que, Friedrich Nietzsche, describe muy bien como el ocaso de un ídolo, pues sí, había idealizado mi profesión, debido quizá a que percibía el desempeño de mi padre en la rama del Derecho Laboral, ejerciendo la defensa de trabajadores sindicalizados, y luchando porque se respeten los derechos laborales de los mismos producto de sangrientas batallas, encarcelamientos y muertes.

Hoy, si bien sigo ligado al derecho debido al empleo que desempeño y al litigio que tengo pendiente en nuestro expeditivo Poder Judicial, soy un convencido de que éste debe desaparecer, al menos el que existe en la actualidad. Sé que muchos dirán: ¡Oh no, la anarquía!, ¡Una revolución, no. Perdería mis privilegios!, entre otras frases. Sin embargo, ganaríamos algo, que es restituir a la justicia el lugar que se merece, nos haríamos sujetos más éticos. Y, aunque muchos nos acusarán de utopistas, nosotros nos defenderíamos con estas hermosas y fulminantes palabras del escritor galo, Anatole France: “La utopía es el principio de todo progreso y el diseño de un futuro mejor”.
Está en cada uno de nosotros elegir el camino que nos lleve a alcanzar la justicia o marginarla para siempre.

[1] Entiéndase igual como justo, según como desarrolla el tema el politólogo italiano, Umberto Cerroni, en su libro El Pensamiento Político, Ed. Siglo XXI.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario